domingo, 17 de agosto de 2014

Con la mecha corta


Insultando. Siendo insultados. Juzgando sin conmiseración. Sufriendo condenas inapelables por improvisados jueces morales. Exigiendo a otros, una comprensión sin cuestionamientos. Intimados a redimirnos, adoptando actitudes que uno siente ajenas.
El paso de los años nos ha vuelto menos impermeables a todo aquello a lo que no hemos adherido en forma incuestionable.
La intolerancia empieza a dominar nuestros sentimientos, nuestras ideas, nuestros posiciones políticas, nuestras pasiones deportivas.
A medida que el traje de la soberbia, nos va quedando más entallado; nos vestimos con un chaleco que nos impide salir de nuestras de nuestras ideas para ir en busca de otras.
Creyendo saber todo, empezamos a invalidar la existencia de la diferencia. Y nuestro poder de negación de lo distinto, muchas veces lo ejercemos en defensa de determinada diversidad.
Empezamos a sentirnos insatisfechos cuando solo vemos convalidados un alto porcentaje de nuestros sentimientos o pensamientos; nuestros objetivo deviene en derrotar otra idea y la posibilidad de una síntesis se nos vuelve imposible de imaginar.
Se nos ha tornado de una incomodidad insoportable transitar de visitante, cualquier tipo de pensamiento.
Hemos adquirido posiciones irreductibles para la totalidad de nuestras visiones de la vida. Dar marcha atrás sobre cualquier tipo de creencia a la cual en algún momento hemos abrazado; se nos ocurre como una traición injustificable.
De esta manera, el aislamiento y la soledad comienza a ser un confortable lugar el cual nos evita la tediosa perdida de tiempo escuchando otras opiniones.
La era digital nos ofrece una excelente oportunidad para ello.
Convencidos que, a través de cualquiera de las redes sociales amplificamos de manera impensable hasta no hace tantos años nuestras voces, hemos encontramos la manera políticamente correcta de ejercer el monologo. Twiteamos, posteamos o disparamos una cadena de mails, y nos complace de manera orgasmica recibir solidaridades o aplausos a nuestras posiciones. Y en caso de recibir críticas o respuestas que invitan a repensar lo escrito; podemos cómodamente bloquear los comentarios y en caso de que nuestra molestia haya superado los límites que estamos dispuestos a tolerar; bloqueamos al emisor de la herejía.
Quizás cuando los que ejercemos estas acciones, superamos determinada edad, estas actitudes encuentran explicación en que el paso de los años nos vuelven menos permeables a la escucha de otras voces. Aquellas que nos obligan a revisitar nuestras creencias; porque no tenemos tiempo, estamos cansados, venimos de muchas derrotas y nuestro umbral de tolerancia a medida que los almanaques se acumulan en nuestros cuerpos gira casi de manera inevitable a ser tendiente a cero. Escasos argumentos, aunque los anteriores sirvan solo como escudo, se ven en aquellos que transitan por esa estación a veces hasta sobrevalorada denominada juventud.


De esta manera, descalificamos cualquier género de música que no haya sido generada en determinados años negándonos de manera caprichosa a prestar oídos a otras experiencias artísticas distintas a las que nos enamoraron en determinados años.
En esta línea de acción, los medios de comunicación son adalides en el descubrimiento del velo que nos sumerge en la ignorancia o mercenarios al servicio del poder de turno sin escalas intermedias. Siempre con nuestra vara, la única unidad de medida de los hechos. El fútbol solo se puede denominarse como tal, si lo interpretan aquellos actores que nos emocionan.
En ese encapsulamiento, descartamos cualquier conversación con compañeros de trabajo o encuentros con quienes en alguno momento consideramos nuestros amigos; por considerar tiempo pérdido el sostener nuestras banderas sabiendo que no conquistaremos y doblegaremos las posiciones enemigas.
Un tiempo en que parece que la búsqueda de nuevas tonalidades es la pérdida de un tiempo que necesitamos imperiosamente para seguir escuchando solamente nuestras voces.
Horas, en las que estamos mayormente prestos para explotar y en las cuales hemos renunciado a bañarnos en aguas desconocidas.


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